Qué vida ingrata la del obrero que en las siestas de febrero, debe escapar de su pieza que parece un horno. Con sus sueños a cuesta, sale al patio a buscar alivio bajo la sombra de su parra. Casi desnudo y con el ceño fruncido, monta una vieja silla y cada tanto ahuyenta moscas o mosquitos chicoteando sus tobillos como si fuera un jinete que apresura el galope del tiempo.
Está inexpresivo y pensativo. Con sus ojos bien abiertos y su mirada fija en una orilla perdida del silencioso patio de tierra. De a uno aparecemos los que veneramos a ese hombre. Mi madre, mis hermanos y yo. Nos sentamos cerca y lo rodeamos como si fuera un monumento sagrado.
Repentinamente, el niño que duerme en su mirada nos invita a jugar. Sus cejas hacen señas para que mojemos a su amada. Para nosotros sus hijos, más que por pícara complicidad, cumplimos como una orden con tal verlo sonreír.
Entonces obedecemos, y esa mujer pierde la cordura por su necesidad de revancha. Corre a buscar pinturas mágicas y polvos sagrados de pan para transformar la realidad en un bello jardín de juegos, donde no existe espacio ni tiempo y nos sentimos inmortales. El juego es una batalla donde el premio es la risa. La cara de mi padre se llena de colores, como su cabeza y pecho cuando cada fin de año acompaña a Dios a encontrarse con el hombre. Sonríe porque ahora el calor le hace cosquillas y podemos ver en este juego quien es realmente ese madrugador de siestas.
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La noche se acerca y ya nadie juega. Los coyoyos disimulan el callado ocaso y anuncian que ya debemos despertar de esos instantes de felicidad.
Febrero oscureció y marzo trajo otra vez la calma. El cuerpo sin vida de la alegría es de pintura, harina y barro, y yace desparramado en pequeños rincones de la casa. De a poco la sombra de la parra se vuelve inútil y otra vez la timidez se apodera de la familia. La sonrisa de mi padre se ha guardado en ese baúl de silencios que siempre quiero hurgar.